Relatos
- Pablo González
- 3 ene 2023
- 5 Min. de lectura
Vecinos
Todas las tardes, Jorge y Mario quedaban en el parque de Espronceda para jugar a fútbol. A pesar de ser de la misma edad y vivir en el mismo barrio, no se conocieron hasta el primer día de instituto. Desde entonces, los dos jóvenes se hicieron inseparables, y establecieron una bonita amistad que no coincidía con la tendencia adolescente que los compañeros de clase iban adoptando.
Eran los dos únicos de la clase que no tenían teléfono. Sus padres no les dejaban todavía. Y mientras que el resto de amigos quedaban entre ellos los viernes después de clase, ellos preferían pasar la tarde con la pelota en el parque y acabar cenando en casa de Jorge.
Mario admiraba la casa de su amigo, entrar allí era toda una experiencia para él. Tenía un salón grande y luminoso, al que entrabas al cruzar la puerta, con fotos por todas partes. Cuadros, jarrones y plantas colocadas al milímetro, dando una sensación de paz y amplitud extraordinaria. El orden y la limpieza de aquel piso, corría cargo de Luisa, la madre de Jorge, que cada viernes tenía una pizza casera en el horno cuando los dos amigos llegaban al anochecer.
La costumbre era esa, cenar en casa de Jorge con Luisa. Pero un día apareció su padre cuando aún quedaban porciones en la bandeja.
-Buenas noches-dijo el hombre
-¡Cariño!-exaltó Luisa, que se levantó de la mesa para abrazar a su marido.
Mario, en señal de educación, se levantó cabizbajo a dar la mano a aquel hombre de poco pelo, peinado hacia atrás y aparentemente más mayor que Luisa, aunque de la misma altura. -Este es Mario, el nuevo mejor amigo de Jorge-explicó Luisa, señalando a su hijo que seguía comiendo en la mesa.
-¡Vaya! Si tenemos a un mulatillo en casa. ¿Qué tal campeón? Yo soy Alfonso.-Sin dejar tiempo de responder a Mario subió a la segunda planta mientras se quitaba el uniforme. -Es el mejor Guardia Civil del mundo.-Contaba Luisa orgullosa.
A la semana siguiente, Jorge tardó un poco más de lo habitual en bajar al parque, poniendo de excusa que su padre no le dejaba salir de casa.
-Hoy no vas a poder venir a cenar-lamentaba Jorge.-
No te preocupes, hoy cenamos en la mía-dijo Mario.
Jorge sabía que, como él, Mario vivía en uno de los bloques de pisos que rodeaban el parque de Espronceda. Pero en los dos meses de curso, todavía no había ido.
Al anochecer, los dos amigos recogieron el balón y se dirigieron al edificio más alto de la plaza. -Nunca cogen el telefonillo y mis padres no me dejan tener llaves-. Contaba Mario. -Siempre me salto por el garaje-. Seguía.
Una vez en el garaje, caminaron hasta una puerta de emergencia que daba a unas escaleras de caracol que subieron hasta un séptimo piso. El último del bloque. Jadeante, Mario aporreó la puerta hasta que una mujer mayor abrió. -Tú debes ser Jorge.-dijo. Entraron los dos y a su paso, la señora cerraba con cerradura y una viga de madera. En el piso estaban unas 10 personas, todas familiares de Mario, sentadas en el suelo alrededor de un salón sin amueblar mientras comían pizza.
Todos se fueron presentando a Jorge, uno a uno, y fue Fátima, la madre de su amigo quien le invitó a cenar.
-A ti también te gusta muchísimo la pizza, ¿verdad?-dijo Fátima
-Muchísimo, como todos los viernes con Mario-afirmó Jorge, que puso una porción en su plato y se sentó con el resto de la familia.
No había luz en la casa, tan solo linternas y velas alumbraban el salón, testigo de varias conversaciones que se producían al mismo tiempo.
-¿Qué vais a querer ser de mayores?.-preguntó la tía Julia a Mario y Jorge
-Yo quiero jugar a fútbol, pero si no se puede ingeniero.-respondió Mario
-¿Y tú, Jorge?.-insistió la abuela María.
-Guardia Civil como mi padre.
Un silencio incómodo se hizo entre los allí presente, que solo se rompió cuando Fátima dejó de recoger los platos para dirigirse a Jorge.
-Pues si eres Guardia Civil, sólo espero que seas el mejor del mundo-.
La duda
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida. Cuéntame Pedrito, ¿cuáles son tus pecados?
—Pues... el primero es que... no soy el mejor hijo para mis padres....
—Vaya... ¿Por qué crees eso? —No es que sea malo, pero creo que ellos se merecen algo mejor. Y creo que hay veces que no me porto muy bien, y no se lo merecen.
—¿Qué vas a hacer para cambiarlo?
—Quiero preguntarles cómo están cada vez que salgo del colegio. Porque ellos siempre me lo preguntan a mí.
—Eso está genial, ¿qué más?
—También quiero dejar de enfadarme tanto con mi hermana...
—La tienes que cuidar mucho...
—Ya... Mi madre me lo dice, pero es que es muy chica todavía.
—Pero un día seréis los dos grandes, y os tenéis que tener el uno al otro. ¿Cuántos hermanos tiene tu madre?
—3 hermanas
—¿Se ven mucho?
—Casi todos los días
—¿A que cuándo seas mayor te gustaría ver casi todos los días a tu hermana?
—Sí... yo también quiero cenar con mi familia en Navidades y eso...
—Claro que sí. Pues solo tienes una, así que tienes que cuidarla mucho. ¿Qué más Pedrito? ¿Qué tal el colegio?
—En el colegio voy bien, saco buenas notas. Este trimestre he sacado un seis en mates porque no se me dan muy bien, pero todo lo demás ochos, nueves y un 10 en educación física.
—Muy bien, muy bien. No te despistes con esas mates y aprieta para final de curso. ¿Y tus amigos, te llevas bien con ellos?
—Sí, pero no tengo muchos...
—¿Y eso?
—No sé. Casi todos los que tengo del colegio han empezado a salir con pandillas de niños que no conozco y yo salgo solo los viernes con las niñas de mi clase.
—Bueno... ¡no pasa nada! Amigas son. Seguro que ellas te enseñan muchas cosas. Con los niños no tengas vergüenza e intenta presentarte a ellos.
—Eso me dice mi madre...
—Tienes una madre muy buena me parece a mí...
—Sí...
—Bueno Pedro. Entonces... ¿por qué quieres hacer la primera comunión? Espero que no sea por los regalos...
—Pues padre... no lo sé porque... yo creo que haciendo las cosas que Jesús hacía... es como yo me siento bien, pero... no sé si Dios existe... Ese es mi mayor pecado.
—Pedro... ese no es tu mayor pecado. Eso es una gran virtud...
—Pero si queda 1 mes para la comunión y todavía no sé si Dios existe...
—Y yo llevo casi 50 años dando misa y tampoco lo sé...
—¿Entonces? —Yo creo que existe, por eso que tú has dicho antes. Porque haciendo las cosas que Jesús hacía es como yo me siento bien. Nadie sabe que existe, nadie lo ha visto. La fe es creer sin ver...
—Pero yo tengo muchas dudas...
—No tengas miedo por dudar... es más, las dudas son las que harán fuerte tu fe.
—Mi catequista Marisa dice que tengo que ir a misa todos los domingos para que se me vayan las dudas.
—Pues me temo que Marisa está equivocada... A misa hay que ir para escuchar la palabra del Señor, pero lo más importante es que tú después te hagas preguntas sobre lo que dice. No vale de nada venir los domingos a ver a tus amigos y ya... ¡Hay que pensar!
—Padre, ¿usted cree que estoy preparado?
—Yo no debería responderte a esa pregunta Pedro. Tienes que responderte tú mismo... pero por las cosas que me has contado hoy, creo que estás más que preparado. De todas formas, quiero que lo pienses, y que vengas a verme la semana que viene otra vez. Hasta entonces yo te perdono todos tus pecados. En el nombre del...
—¡Espera, espera padre!
—Dime hijo.
—Quiero contarle una cosa más.
—Cuéntame.
—Me gusta una niña de sexto...
—¡2 años mayor!
—Ya... por eso no se lo he dicho a mi madre...
—Bueno, no pasa nada. Tienes que contárselo. Ella te sabrá aconsejar muy bien. Aunque ten cuidadito que eres muy chico todavía...
—Ya...
—No tengas prisa, que hay tiempo para todo. ¿Algo más Pedrito?
—No, padre.
—Muy bien. Yo te perdono, Pedro, todos tus pecados. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo... Amén.
—Amén.
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